Conocí este lugar de pasada: entré y una señora china me recibió con una sonrisa. Más que atender el negocio, ella lo cuida. Un gatito dorado me saludó también. Creo que la especialidad del local es la herboristería, porque tienen yuyos y hierbas en un surtido increíble. Pero también tiene cosas del rubro conocido como«dietética»: cereales, semillas, harinas, especias, legumbres sueltas. Pero lo que hace famosa a esta farmacia es el señor chino que hace digitopuntura. Ese día que fui por primera vez, justo justo no había nadie. Y de no ser porque estaba apurada me hubiese quedado a probar esta técnica en mi cuerpo. Cuando volví por segunda vez, había tres o cuatro personas esperando para que las atienda el digitopunturista. Me asomé, invitada por la señora, porque se escuchaban gritos provenientes del consultorio, al cual se accede tras una cortina. El consultorio es un espacio desprovisto de muebles, en cuyo centro hay una silla, en la cual, ese día había sentada una mujer de unos cuarenta y pico. Alrededor, varias personas –pacientes– presenciaban el tratamiento. El hombre danzaba alrededor de la mujer, y cada tanto se acercaba y, muy sutil como velozmente, tocaba un punto de su cuerpo. Y a cada pulsación, ella lanzaba un grito de dolor. El chino sonreía con benevolencia. En aquella oportunidad, hace dos años, cobraba $ 35 por sesión. Después volví, muchas veces, a comprar cosas, semillas, galletas, hierbas. Pero nunca me atreví a la sesión de dígitopuntura. Sé que él tiene fama de alto curador. Alguna vez voy a ir, seguramente.